Decir lo que sentimos, sentir lo que decimos, concordar las palabras con la mente. (Séneca)

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lunes, 28 de enero de 2013

Relojes parados y trenes que no pasan...

Hoy he ido a ver a mi abuela. Nunca he hablado de mi abuela, la materna, quiero decir. Mi abuela paterna vive en el pueblo y viene casi siempre en fechas señaladas, normalmente nos hace una visita en Navidad y se queda unos días en casa.  Pero con mi abuela materna es diferente. Fue mi madrina de bautizo y hablo con ella cada dos por tres. Tiene una energía que ya la quisiera yo para mí ahora mismo, viene a casa varias veces todos los meses, y no recuerdo un solo cumpleaños, bautizo, comunión o fiesta de guardar en la que no estuviera presente. Y como siempre viene ella aquí, esta mañana hemos ido nosotros allí. Reunión familiar se ha dicho. Así que nos hemos presentado en su casa por la mañanita, con la fresca, como dicen los de pueblo, y mil millones de recuerdos han venido a mi mente...
Se cumplen diez años de la muerte de mi abuelo, con seguridad el trago más duro por el que hemos pasado en mi familia, pero ahora no es momento de hablar de ello. Quizás lo cuente en otro post, cuando haya meditado mucho pero que mucho sobre cómo narrar la que para nosotros fue la experiencia más triste de nuestras vidas. Ahora prefiero hablar de recuerdos alegres. De cómo subíamos siempre los cuatro pisos sin ascensor, llegando con la lengua fuera, mientras mi abuela alcanzaba la cumbre más fresca que una lechuga, qué mujer. Del salón en donde tantas y tantas veces veía la tele con mi hermano, Humor Amarillo, lo recuerdo perfectamente, o donde nos sentábamos a ver las fotos del álbum, mi abuela joven y elegante, sonriendo a mi abuelo el día de su boda, o mi madre con su cara de angelito y su pelo rubio... 

La verdad es que poco ha cambiado todo aquello. Me meto en la cocina y nos sigo viendo amasando rosquillas a tutiplén, poniéndolo todo perdido de harina, pero a mi abuela eso le daba igual, nunca nos ha regañado por manchar, que luego se limpiaba y punto. Las cosas siguen en el mismo sitio, abrí un cajón y ahí estaban los cubiertos, donde siempre. Mi abuela tenía preparada comida para un regimiento, como les suele suceder a todas las abuelas. Todo es poco, y comas lo que comas, no te alimentas lo suficiente. Ya no os gusta cómo cocino, dice siempre. Aunque te vea con la boca llena. Y se pone muy nerviosa, le pasa desde hace tiempo cada vez que comemos con ella. Se agobia, la pobre, debe de pensar que algo se le olvidará, o que algún plato no estará lo suficientemente bueno. Entonces la achuchamos y le decimos que todo está para chuparse los dedos, pero no os creías que se queda muy convencida...

Con mi abuela incluso nos hemos ido de vacaciones a la playa. La encanta la playa. A ella la das una colchoneta de esas fosforitas, a la que se pueda agarrar sin miedo, y es feliz. Puede tirarse horas en el agua. En la orillita, claro, no sabe nadar, ni falta que la hace. Y se ha venido incluso a los parques de atracciones. Pobrecita, horas y horas al sol, esperando colas interminables, y luego casi no se subía en nada... 

Pues sigue igual. Más mayor, claro, y anda más despacio, pero igual en lo demás. Y la casa también. Una de las cosas que más recuerdo de esa casa es el reloj de pared. Mi abuelo lo adoraba, era la niña de sus ojos. Le daba cuerda y lo mimaba, y cuando nos quedábamos con ellos a dormir, me acuerdo del ruido al dar las horas en punto, que yo me preguntaba cómo eran capaces de dormir de un tirón con esa escandalera. Hoy, cuando estábamos comiendo allí, me he dado cuenta de que el reloj estaba parado. Ya no funciona bien, ha contestado mi abuela, y con la comida en la boca, sin terminar de tragar siquiera, se ha levantado, y se ha puesto a darle cuerda de nuevo y a nivelarlo, con todo el cuidado del mundo, como si fuera la cosa más delicada del planeta, como lo hacía mi abuelo. Y ha dado la hora bien. Necesitaba un empujoncito. Después me he asomado por la ventana, quería recordar lo que sentía cuando mis abuelos nos enseñaban los trenes pasar, pero he esperado un ratín y no ha pasado ninguno.

Cada día tengo más y más claro que el cariño no lo da la sangre. Tengo parientes bastante cercanos con los que la relación es inexistente. El cariño se construye día a día. Se demuestra, constantemente, en cada detalle, no con grandes actos. Y nunca jamás se da por supuesto, nunca. Yo tengo millones de razones para querer a mi abuela, y la principal no es ésa de es mi abuela, se supone que tengo que quererla. La principal es que para mí es imposible no querer a alguien como ella, que lo ha dado todo por nosotros, que llora cada vez que nos pasa algo, por pequeñito que sea. Los primeros nueve meses de mi vida los pasé con ella en su casa, porque mis padres trabajaban y mi abuela me cuidaba hasta que ellos salían. Quizás el amor que nos une se fraguó por aquel entonces, mientras me daba el puré y me hacía pis en su sillón, que todo el mundo sabe que limpiar el pis une mucho...

Por eso tengo una suerte enorme. Debería recordarlo más a menudo. Tengo una familia que siempre ha estado ahí. Muchas personas se pasan la vida rogando encontrar alguien que se preocupe por ellos. Yo lo he tenido toda mi existencia. Y viendo a mi abuela, sé que si en algún momento necesito un poquito de cuerda, un empujoncito, me lo dará.

Ah, se me olvidaba. Le he preguntado si los trenes seguían pasando bajo su ventana, y me ha dicho que sí. Claro, no podía ser de otra manera. Por mucho que cambie el mundo, por mucho que digan que hay trenes que sólo pasan una vez en la vida, los de ella seguirán pasando. Es su manera de recordar que el que te quiere de verdad, siempre estará ahí por ti...


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