Decir lo que sentimos, sentir lo que decimos, concordar las palabras con la mente. (Séneca)

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jueves, 14 de febrero de 2013

Tempus fugit, carpe diem y un pincho de tortilla.

Si me pongo a hacer balance de las tonterías que he contado hasta ahora, posiblemente me salgan más momentos tristes que alegres. No lo he hecho, pero es la sensación que me da. Es que las palabras me salen mejor cuando mi ánimo está un poco gris, o por lo menos brotan en grandes cantidades, no sé por qué. Así que me he dicho que ya está bien, que debo dedicarle unos minutos a aquellos momentos en los que estoy contenta, que de bien nacido es ser agradecido, sí señor. Pues nada, allá voy...  

Dicen que hay muchas cosas relativas. La belleza, por ejemplo. Completamente de acuerdo. Nada que ver lo que se considera guapa hoy en día, con lo que era ser guapa hace treinta años. Y si nos movemos a otro continente, mucho menos. Resulta que en Japón, la blancura de la piel es sinónimo de belleza, y no el afán absurdo por estar más y más morenos, a base de tostarnos en la playa o bajo los rayos UVA. Un dato sorprendente, chicas: tanta preocupación por mantener nuestros pechos firmes y altos, y he leído que en Papúa Nueva Guinea, cuanto más caídos los tengas, tanto mejor. Fíjate qué cosas. Pues hay miles de curiosidades como éstas sobre la belleza, pero de eso mejor hablo otro día, que si no se me va el santo al cielo, y no es plan. 

Otra cosa que es relativa es el tiempo. Y hay pruebas científicas, no os vayáis a creer que no me documento. Lo dijo Einstein, ni más ni menos. Fue algo así como que, si aceleras hasta acercarte a la velocidad de la luz, el tiempo corre más despacio. Y luego contaron no sé qué de unos gemelos, que uno se iba al espacio y bla, bla, bla. No hace falta tanto rollo para darse cuenta de que los segundos pueden hacerse horas y las horas pueden pasar volando, señor Einstein. Vaya usted al dentista, a ver qué le parece que esté hurgándole en la boca cuarenta minutos. Se le van a hacer eternos. O dígame si esos cuarenta minutos, recibiendo un masaje a manos de un hombretón de buen ver (o mujerona, que cada cual elija...), no se le hacen escasos... Claro que el tiempo es relativo, eso ya lo sabíamos todos.

Y vaya si pasa volando. O eso es lo que decimos cuando echamos la vista atrás. Aunque en su momento cada minuto se nos hiciera cuesta arriba, una vez pasado el mal trago, giras la cabeza y ¡ups!, ya estás en los cincuenta, con las famosas patas de gallo, unas canitas por aquí y por allá, y algún michelín donde antes las carnes eran prietas. Carpe diem, me dijeron hace poco, tomando un pincho de tortilla en un bar. Tempus fugit, respondí yo, completando así las únicas cuatro palabras en latín que me sé, para qué os voy a engañar. El que tenía enfrente la tradujo como buenamente pudo, "el tiempo se fuga", o algo así me soltó. Bueeeeeeno, más o menos.

Y durante ese ratito, comprendí de verdad lo deprisa que puede llegar a pasar el tiempo. A la velocidad de la luz, señor Einstein. Resulta que el hombre que compartía mesa (sin mantel) conmigo, era ese amigo al que tantas ganas tenía de ver. Ése del que ya hablé hace poquito... El mismo, efectivamente. Y sí, ya le he mencionado dos o tres veces, qué le voy a hacer, le tengo mucho cariño... Pues nada, que volvió y por fin nos reencontramos, y no hubo enfados ni malos rollos, sólo un rato en compañía mutua, muchas risas y una mesa sin mantel para compartir. Y las manecillas del reloj avanzaron a toda prisa, qué rabia. Que digo yo que para cuándo inventarán un cacharro que pare el tiempo cuando la cosa merezca la pena, ¿no? Ya que lo digo, aprovecho para hacer un llamamiento a los señores inventores: por favor, dejen de crear estupideces como las máquinas de abdominales, y pónganse manos a la obra con lo del tiempo, anda...

Es curioso lo intensamente que se viven situaciones normales, cuando la compañía es especial. Quiero decir, se te graba todo en la memoria, cada palabra, cada gesto, aunque estés en un bar del montón, comiendo un pincho de tortilla del montón, y sin violinista al lado... Yo estaba más feliz que un regaliz, y no me da ninguna vergüenza decirlo. Con lo difícil que es encontrar a alguien con quien encajar, que te haga reír y te provoque esa sensación de alerta, de sentirse vivo... Por eso tenía que contarlo.

El caso es que el pincho de tortilla se terminó, y el tiempo también, pero siempre me quedará el recuerdo de aquel ratito de absoluta felicidad, de tener enfrente a alguien con quien el tiempo pasa a la velocidad de la luz. Carpe diem, me dijo él, y yo le respondí con una sonrisa: tempus fugit.












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