Decir lo que sentimos, sentir lo que decimos, concordar las palabras con la mente. (Séneca)

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domingo, 25 de noviembre de 2012

De padres a hijos

Creo que he contado ya alguna vez que mi padre me enseñó a nadar. Yo estaba yendo a clases de natación, pero me daba mucho miedo y no había forma humana de que me lanzara al agua, siempre dejaba pasar al resto de niños delante de mí en la fila y yo no metía ni el dedo gordo del pie en la piscina. La verdad es que cuando era peque me dio alguna que otra fobia de éstas, como cuando me subía al columpio más alto del parque, que tenía una barra en medio para deslizarse por ella como los bomberos, y me quedaba allá arriba, mirando la barra y sin moverme. Así un día tras otro, siempre me subía a aquel columpio y miraba hacia abajo, con miedo a lanzarme por la barra, pero aún así empeñada en subir. Y mi padre se quedaba abajo, pacientemente, esperándome. Hasta que un día me lancé.

También me enseñó a montar en bici, por supuesto. Recuerdo el día en que fuimos a comprar nuestra primera bici de montaña, una cosa enorme para lo cortas que teníamos las piernas mi hermano y yo. Me subí y los pies no me llegaban al suelo, pero era un cacharro precioso y nuevecito y lo demás daba igual. Mis padres también me enseñaron a leer mucho antes de que aprendiera en el cole, se pasaban las tardes enteras con unas cartillas del año de Maricastaña que teníamos en casa, repitiendo conmigo sílabas y más sílabas, palabras, frases... y  ¡tachán! Así hasta que por fin pude leer yo solita, muy orgullosos todos de este gran logro, para qué os voy a engañar.

Y así hasta el infinito. Desde lo más insignificante a lo más fundamental, hoy por hoy (para bien o para mal, jeje), soy lo que soy y como soy gracias a ellos. Te pareces a tu madre, me dicen siempre. Y no saben cuánto. Y a mi padre. Muchísimo. El otro día, por ejemplo. Fui al hospital a donar sangre. Desde que cumplí los dieciocho soy donante. Y es una de las cosas de las que más orgullosa me siento. Soy de la opinión de que las buenas personas a tu alrededor te hacen ser mejor. Creo que es la razón fundamental por la cual me hice profe. Y yo tengo la inmensa suerte de haber tenido siempre a mi lado a dos personas que me transmitieron lo mejor de ellas mismas, y esa semilla prende, estoy convencida. Mi padre ha sido siempre donante. Esa semilla me la transmitió él. Le veía acudir feliz al hospital, a pesar de que la aguja con que le pinchaban era enorme, y yo contaba los días para que me dejaran a mí tumbarme en aquella camilla y poner el brazo. Mi madre adora las mates. Desde siempre. Y leer. Si algo hay en mi casa, son libros. De todos los tamaños y colores. Crecí viendo cómo ella leía, a todas horas, cómo iba a la biblioteca y cogía libro tras libro; cómo resolvía (y resuelve) operaciones de cabeza, con una rapidez pasmosa, cómo me ayudaba con los deberes y disfrutaba aprendiendo conmigo. El amor por las mates y la lectura me lo transmitió ella. Y su sensibilidad. Vaya que sí. No conozco a nadie que llore con tanta facilidad como ella. Ya he perdido la cuenta de todas las películas con las que hemos soltado la lagrimita. Nos parecemos hasta tal punto, que no sólo lloramos con las mismas películas, sino prácticamente a la vez. Me he fijado en ello, lo juro. Cuando a mí se me empiezan a empañar los ojos, la miro y está igual que yo...

Hoy en día nos quejamos de que a la sociedad le faltan valores. De los humanos, porque valores monetarios estamos hartos de verlos, de oírlos, y de que nos amarguen la existencia en forma de deudas o hipotecas. Pero no nos damos cuenta del porqué. Que si la juventud es maleducada, vaga, egoísta; que si no se respeta a los mayores; que si no hay educación, ni ética, ni ná de ná... Yo creo sinceramente que el tiempo es oro. Y con esto no quiero decir que tengamos que ir con prisas de un sitio a otro, de una actividad a otra, de una pareja a otra, de un país a otro, como si el hecho de hacer un millón de cosas en estos cuatro días (como quien dice) que dura la vida significase valorar el tiempo en su justa medida, para nada. Quiero decir que lo más valioso que tenemos y que podemos entregar a los demás son nuestros segundos, minutos y horas. Mis compañeros de trabajo, que son muy sabios, saben esto como nadie. Cuando unos padres, desesperados porque ya no saben qué hacer con su hijo/a, llegan angustiados al instituto y piden ayuda, mis compañeros les dan la clave en dos palabras: dedicadle tiempo. El que podáis, les dicen, no importa que sean cuatro horas o dos, pero dedicadles tiempo. Para hablar. Para jugar. Para hacer los deberes. Para ir a la compra. Porque las cosas importantes en la vida se transmiten en compañía. Los valores humanos son transmitidos por las personas, no por máquinas, ni por actividades extraescolares, ni por regalos y más regalos, cada vez más caros y supuestamente más divertidos. Si nos fijásemos un poquito más, nos sorprendería ver la cantidad de niños que están más solos que la una. Porque esta sociedad, con su estilo de vida frenético y su jornada laboral interminable (algo impensable en los países del norte de Europa, donde la calidad de vida es muy alta), no nos deja emplear el tiempo en lo que de verdad importa. Es muy triste.

Hace unos días me llegó una carta del hospital. Siempre la mandan cuando vas a hacer una donación. Te dan las gracias. He leído que una sola donación puede llegar a salvar tres vidas. Si esas personas pudieran hacerlo, le expresarían su gratitud mejor que nosotros, dice. La gratitud no va dirigida a mí. Cuando una planta crece, se lo debe al suelo en el que está plantada, al sol que la calienta, y sobre todo, al jardinero que la riega, y la cuida. Esa carta va dirigida a mi padre, que es quien me lo transmitió.

Por eso, las gracias se las doy yo a él. Y a mi madre. Por sus horas conmigo.










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