Decir lo que sentimos, sentir lo que decimos, concordar las palabras con la mente. (Séneca)

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domingo, 21 de abril de 2013

Ya recuerdo por qué empecé...

Se me había medio-olvidado, os lo prometo. No sé en qué momento fue, ni cómo, ni si fue cuestión sólo mía, o alguien más puso su granito de arena. Se me había medio-olvidado por qué hice lo que hice hace ya once años. Y no me refiero a si cometí un crimen, no os vayáis a pensar que tal vez soy una proscrita, o la mujer más buscada por el FBI. Para eso tendría que practicar un poquito más el inglés, que lo tengo bastante olvidado...
El otro día regresé a mi facultad. Llevaba seis años sin pisar por allí. La verdad es que terminé la carrera bastante harta. De clases, de exámenes, y sobre todo, agotada mentalmente, porque cualquier estudio universitario te exprime las neuronas. Yo ya no podía más. Me decía a mí misma por aquel entonces que, o salía de allí rápido, o acabaría pirada. Algo se me pegó, lo sé, lo sé... El caso es que terminé, salí por la puerta, y encaminé mis pasos hacia lo oposición, y después el trabajo, y así año tras año, hasta que me di cuenta de que llevaba seis años sin volver, fijaos si mis pasitos me habían llevado lejos.

Durante los cinco años de carrera y los seis fuera del ambiente universitario, resultó que algo hice mal. Porque yo había llegado a la facultad con el gustirrinín por las matemáticas en las venas, y había salido de allí sintiéndome un poco defraudada, por todos, incluida yo misma, que no había sabido defender con uñas y dientes esa pasión con la que empecé. Supongo que nunca fui una matemática pura. Y el espíritu medio de letras que siempre hubo en mí se rebeló contra las integrales, los senos y los cosenos. En algún momento perdí la ilusión.

Es cierto que sacaba buenas notas, buenísimas incluso, que me esforzaba hasta la extenuación y que dediqué horas y horas y horas a dar lo mejor de mí misma. Pero no tenía ilusión por aprender. No había ninguna, o casi ninguna, asignatura por la que yo sintiera devoción. No era capaz de encontrar lo que yo tanto amaba antes. Me di cuenta de que el plan de estudios era arduo. Muy abstracto, y formal, y serio. No estaban los juegos, los acertijos o los dibujos con los que tanto había disfrutado cuando era pequeña. No aparecían en casi ningún lugar los grandes genios griegos, a quienes yo admiraba. O quizás yo no los supe ver. Estaba muy desilusionada, pero no me rendí. Terminé y me fui.

Después empecé a trabajar y me rodeé de niños y adolescentes. Algunos días eran muy buenos, otros hubiera sido mejor no haberse levantado de la cama. Porque aunque trabajes con ilusión y les intentes transmitir el amor por lo que haces, ya sea lengua, mates o latín, no siempre ese amor se contagia. Casi siempre se transmite, pero a veces hay un muro infranqueable. Y eso deprime mucho, lo reconozco. Supongo que todo esto me ha ido desgastando el espíritu también. 

Pero luego viene lo bueno. Resulta que, si sabes mirar, ves cosas de ti en ellos. A mí a veces me pasa. La sonrisa cuando algo sale a la primera. El asombro por algo nuevo. Eso de no parar hasta que la dichosa ecuación quede resuelta. Y piensas que todas esas cosas estaban antes en ti, que al principio, los primeros años, las vivías a diario. ¿Qué pasó para que se apagaran?

Pues eso, que el otro día regresé a mi facultad. Había un concurso de mates, y llevé a algunos alumnos. Y mientras deshacía con ellos el camino que me alejó de allí seis años atrás, noté cómo iba recuperando la esencia de lo que me llevó a aquel lugar. Porque me contagiaron su ilusión y sus nervios, y esas ganas de afrontar desafíos, y si me equivoco pues no pasa nada, al menos lo he intentado, eso dicen ellos muy sabiamente. Y luego van y salen del examen más contentos que unas Pascuas, relajados, que cómo se hacía ésta, profe; que llévate la hoja y nos cuentas las soluciones el lunes, anda...

Yo estaba orgullosa, no, orgullosísima de ellos. Grandes mentes con ansias de aprender y mucha ilusión. Me volví a sentir como una niña, como cuando disfrutaba descubriendo cosas nuevas, cuando sentía la necesidad y el gusto por aprender. Entonces recordé por qué empecé la carrera. Y me di cuenta de por qué mereció la pena: por permitirme disfrutar de esa ilusión en los ojos de aquellos niños, y de los que vendrán después, que ojalá sean muchos. 


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