Decir lo que sentimos, sentir lo que decimos, concordar las palabras con la mente. (Séneca)

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sábado, 29 de septiembre de 2012

No me digas que los ángeles no existen

Siempre fui una niña un tanto miedica. Por qué no decirlo, lo confieso. La oscuridad era superior a mis fuerzas, me asustaba cualquier ruidito que escuchase de noche, imaginaba todo tipo de criminales entrando en casa y andando por el pasillo, a oscuras, sin tropezarse los muy jodíos (ups). Miraba hacia la puerta y creía verlos allí, y entonces me escondía debajo de las sábanas, corroborando la creencia universal de que las sábanas le protegen a uno de todo mal, que no sé de dónde leches hemos sacado esa teoría, pero el caso es que el 99 % de nosotros lo creemos firmemente. Y así me tiré hasta que cumplí no sé cuántos, y descubrí que dormir es algo maravilloso y uno de mis grandes hobbies, por cierto.

El caso es que, a pesar de mis miedos nocturnos, había una noche al año en la que eso desaparecía: la noche de Reyes. Recuerdo que lo preparábamos todo a conciencia: para sus majestades, colocábamos el turrón y la sidra (el Champagne en mi casa nunca triunfó); el pan y el agua para los camellos; los zapatitos bien limpios en la terraza esperando ser llenados de monedas (de chocolate y alguna propinilla de verdad) y nos íbamos a la cama deseando que amaneciese para levantarnos corriendo y ver la casa llena de regalos. Esa noche no había lugar para el miedo a la oscuridad. Me acuerdo de irme a dormir y creer oír los ruidos de los camellos, o de imaginar las sombras de Melchor, Gaspar y Baltasar danzando por el salón, dejando paquetes aquí y allá y poniéndose morados de turrón y sidra. Era la noche más especial del año.

Pero un buen día desaparecieron. De repente ya no oyes los camellos, ya no dejas el turrón ni la sidra, no sacas los zapatos a la terraza, no escribes la carta. Llega un día en que tampoco el Ratoncito Pérez entra a hurtadillas en tu habitación. No hay regalito cuando se te cae un diente. Hay un momento en la vida en que dejas de creer en los unicornios, en Superman, en Harry Potter o en Batman. Muchos llaman a esto crecer. Madurar. Hacerse mayor. Y ahora, al cabo de los años, cuando ya me había casi convencido de que, para ser una adulta hecha y derecha, debes dejar a un lado todas estas cosas, me entero de la realidad: era mentira.

Hace unos días fui testigo de un suceso que me dejó marcada. Tranquilos, no voy a entrar en detalles delicados ni escabrosos, ni me voy a poner (excesivamente) sentimental o mística. Lo que ocurrió fue que vi cómo una persona muy querida para mí sufría una crisis que la hizo derrumbarse, física y espiritualmente. El caso es que hubo que llamar a una ambulancia y vinieron varios técnicos y un médico. Esta persona se había desmayado y la tuvieron que despertar, porque había perdido la consciencia. El médico temía que se hubiese dado un golpe en la cabeza y tuviera alguna conmoción, así que, cuando consiguió espabilar al paciente, intentó que accediera a bajar al hospital. Pero no iba a ser nada fácil. Es curioso darse cuenta de que, a veces, el peor enemigo de nuestra salud somos nosotros mismos, y creo que esto es especialmente cierto en casos de depresión. Como os podéis imaginar, el paciente se negó a ir. Afirmaba encontrarse perfectamente, aunque para todos los que estábamos allí, los que le conocíamos, era más que evidente que no estaba bien. Tenía la mirada perdida y repetía por activa y por pasiva que no iba a bajar al hospital, incluso se soltaba con una ligera violencia de los brazos que intentaban convencerle de lo contrario. Pero un médico no puede obligar a nadie a que le hagan un reconocimiento si no hay una causa mayor que lo justifique, así de simple. Aunque a veces ellos desearían poder hacerlo, que no llego a imaginar siquiera la impotencia que deben de sentir cuando un paciente se les escapa de las manos, por simple cabezonería.

Pero el médico no se rindió, doy fe. Allí estaba yo de testigo, cuando me di cuenta de que el mundo no es como nos lo pintan. Hay seres especiales que se niegan a desaparecer. A lo mejor no van vestidos con túnicas ni coronas, ni llevan capas de colores, ni vuelan en mitad de la noche. Pero están ahí. Esa noche, mientras observaba al médico tratar con el paciente, os aseguro que vi un ángel.

Es momento ahora de hacer un pequeño inciso, que tampoco es plan de que alguien piense que se me ha ido la olla y que necesito una camisa de fuerza. No me refiero a los ángeles en el sentido religioso del término, es obvio que no vi a un ser etéreo con alas blancas y una aureola de luz entorno a su dorado pelo. Que quede claro. Pero sí vi a un hombre que cogía la mano del paciente con infinita dulzura, y mientras el enfermo se revolvía para no ser llevado al hospital, él le decía: "Tú estás muy triste." Sin más. Ese médico, que no conocía de nada al paciente, le miró a los ojos, le sujetó la mano, y con una bondad que hacía tiempo que no veía en un extraño, le dijo esas cuatro palabras. Como si hubiese visto su alma.

Yo, que soy una llorona incorregible, noté cómo las lágrimas empezaban a aparecer en mis ojos, así que salí de aquella habitación y me fui a llorar a mi casa, que en privado se llora mejor, no sé por qué. Quizás os preguntaréis cómo acabó todo, qué fue del paciente, del médico, y si alguien me llamó pirada o algo por el estilo. Pues el médico se fue, claro está. Insistió durante un buen rato para ver si lograba convencer al enfermo, y luego tuvo que marcharse a seguir con su trabajo. El paciente al final bajó al hospital. Sería muy bonito decir que las palabras del ángel le convencieron, pero la verdad es que se lo llevaron unos familiares, poniendo alguna excusa tonta y con muchas dosis de paciencia. Y a mí nadie me llamó pirada, que yo estas cosas que pienso no las digo en voz alta, tonta no soy (simplemente las escribo, ya sabéis...)

Y ahora es cuando llega la moraleja. Una de las cosas buenas que tiene escribir es que te da la oportunidad de reflexionar sobre lo que vas a contar. Yo he reflexionado sobre esto, y me he dado cuenta de que el precio que pagamos por madurar es muy alto. No es sólo que hagamos desaparecer a los Reyes Magos, es que con ellos muchas veces se nos va también la certeza de que en el mundo hay magia de carne y hueso. Que hay seres especiales que reparten bondad entre desconocidos, que van rescatando cuerpos y almas y te leen el espíritu aunque no te conozcan de nada. Te sostienen la mano y les bastan cinco minutos contigo para saber que tu enfermedad es la tristeza.

Así que, maduraremos, de acuerdo, pero que nadie nos intente convencer jamás de que los ángeles no existen.







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