Decir lo que sentimos, sentir lo que decimos, concordar las palabras con la mente. (Séneca)

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jueves, 23 de agosto de 2012

Grandes oportunidades

Esta tarde he ido de compras. Bueno, comprar, lo que se dice comprar, no he comprado nada. Ni un euro me he gastado. Vaya chasco, con lo preparada que iba yo para soltar unos dinerillos en un vestidito. Cosas de chicas, dirán algunos/as. Pues sí. En fin, a lo que iba.
Resulta que, como buena ciudadana de la sociedad de consumo que soy, fui atraída por un supuesto chollo: una conocida empresa española de ropa y de los complementos que surjan (y no doy más datos, que esto no es una valla publicitaria, jaja) ofrecía el oro y el moro a sus fieles clientes, bajo la promesa de que todo lo que hubiera en dicha tienda llevaba un descuento de hasta (esta palabra es muy importante) el 70 %. Tienda de Grandes Oportunidades, la han llamado. Guaaaaau. Da la casualidad de que, además, la tienda la han abierto en el local de otra en la que trabajé yo un verano. Qué recuerdos... Así que, allá que me fui, a las cinco de la tarde, con todo el sofocón de la ola de calor subsahariano que nos está achicharrando (El hecho de salir de casa a esas horas y sin importar freírse en plena calle ya demuestra las ganas que tenía yo de un nuevo modelito...)

 Total, que llego allí, entro, y me encuentro con el percal. La empresa, que tantos y tantos años ha defendido una imagen de clase y estilo (que no lo digo yo, se ve en los anuncios con los que todos los años nos bombardean), ha cogido este local (gigante, por cierto), y lo ha utilizado para almacenar, sin orden ni concierto, las mil y una prendas que no ha habido forma de vender. Vamos, lo que sobraba. Ya decía yo que la oferta era demasiado bonita para ser verdad, pero claro, de ilusión también se vive.

Así que me paseé un rato por entre carros y carros de vestidos a 3 euros, chaquetas del año de Maricastaña y demás, haciendo un mísero intento de encontrar algo que me gustase, pero qué queréis que os diga, si tengo que rebuscar para comprar, se me quitan las ganas. A mí que me lo den bonito y colocado. Exquisita que es una.

Estaba yo allí flipando con la paciencia de muchos/as para hallar el tan ansiado chollo, y mientras sonaba en el hilo musical una canción de La Pantoja (lo juro, bueno, jurar no, que dicen que es pecado, y de esos ya tengo unos cuantos), pensaba yo en mis cosas, vaya novedad.

Primera reflexión: somos unos veletas de aúpa. La especie humana, quiero decir, o mejor dicho, los que vivimos para consumir. Resulta que hace, pongamos, seis meses, un vestido feísimo, pero feo feo de verdad (con avaricia, que me hace mucha gracia esa expresión), costaba 120 €. Lo veías colgado en su percha y pensabas que ya hacía falta ser hortera y derrochadora para gastarse semejante pastizal en una cosa tan fea. Vale. Pasan esos seis meses, y el vestido deja de valer un riñón, y cuesta 36 € (descontándole el 70 % prometido, que he sacado la calculadora y todo) Bueno, pues el vestido reaparece en tu vida, como dándote una segunda oportunidad, y te lanzas a sus brazos (mangas) como una loca. ¿Quiere esto decir que la fealdad iba unida a lo carísimo que era? ¿Sigue siendo feo, pero qué más da, que hay que ser gilipollas para no aprovechar un ofertón como ése?... No he conseguido obtener una conclusión al respecto.

Segunda reflexión (es que a mí, pasear entre ropa me da para mucho): Que digo yo una cosa.  Qué efímera es la vida... Un día estás en lo más alto y al siguiente te rebozas en la mierda. Por ejemplo: ves el par de zapatos más fashion de la tienda. Las mujeres se pelean por probárselos. Imploran por que el dependiente tenga su talla. Y si no la tiene, da igual, una menos, que los pies amorcillados tampoco están tan mal. Pagas lo que sea por ellos, que son lo último de lo último, que los lleva la modelo ésta que va siempre tan mona ella, cómo se llama, bueno, no importa. Te los llevas puestos y te paseas por el barrio como si fueras la reina, saludando con la mano y sonriendo, qué felicidad. Pasan dos, tres meses. Esos zapatos ya no te van. Te hacen daño. No te conjuntan con el modelito que te has comprado. No te ves con ellos (se dice mucho, ¿a que sí? Es que no me veo...) Y los pobrecitos que sobraron en la tienda, que se quedaron sin vender, han pasado de su estantería de honor, al cajón de los desterrados. Ahora cuestan el 70 % menos. Ya no son chic, ni lo más, son saldos.

Llamadme paranoica si queréis (pero en privado, que yo no lo oiga, please, que soy muy sensible), pero a mí todo esto me suena a metáfora de la vida. Nos lanzamos como buitres (y yo la primera) a lo que nos venden como ofertas, y ni qué decir tiene a lo que es gratis, anda que no lo he visto yo veces por la calle o en el súper. Aunque no lo queramos. Aunque sea lo más feo que hayamos visto en el mundo. He llegado a ver a chavalines con ocho o diez paquetes de natillas de chocolate en los brazos, corriendo de un lado para otro histéricos, como si nunca hubiesen comido natillas, y todo porque las regalaban. Encima, como si esto no fuera bastante, hay veces que pasamos de lo más alto a lo más bajo, en un pis pas. Ahora somos guays, y mañana ya no lo somos. Ahora alguien nos adora, y mañana nos abandona. Saldos en un cajón.

Y todas estas estupideces, ¿para qué?, diréis. Pues para nada, es que de vez en cuando me da por reflexionar, así, sin ton ni son. Simplemente, que no quiero que mi vida sea una metáfora de las rebajas. No quiero tener una opinión de las cosas que varíe según el dinero que valgan, o lo de moda que estén. Y de las personas, ni hablemos. Nada de querer a alguien hoy, y odiarle mañana, por favor. No es bueno para la salud mental, y encima te causa un estrés que pa'qué.

Así que, cuando alguien os hable del ofertón del siglo y os diga que todo tiene un descuento de hasta (y que os señalen bien esta palabra, por favor) el 70 %, desconfiad. No seáis tan inocentes como yo, que luego entráis en la tienda y una canción de La Pantoja os hará dar vueltas entre los saldos, pensando que la vida a veces está llena de falsas Grandes Oportunidades...

Por cierto, voy a buscar la cancioncita dichosa, que es pegadiza la jodía...


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