Decir lo que sentimos, sentir lo que decimos, concordar las palabras con la mente. (Séneca)

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sábado, 26 de abril de 2014

A 2700 Km

Pocas cosas hay más liberadoras que coger una maleta y partir. Yo cogí la mía hace unos días, metí el kit básico de supervivencia y aseo y, rezando al Altísimo por que hiciera buen tiempo, me subí a un avión y me marché. Por delante tenía cuatro horas de viaje, y la ciudad más impresionante que he visto en mi vida. Este post está dedicado a Estambul...
Pregunta a aquél que haya estado. Te mirará a los ojos con un brillo especial, y esbozando una sonrisa te dirá que has de verla. Que es una joya. Que debes patearla, callejear, disfrutar con la comida, con la bebida, que la gente es amable y todo huele a historia. Te asegurará que impresiona, y mucho. Pero no lo entenderás verdaderamente hasta que te plantes delante de la Mezquita Azul y una emoción indescriptible te embargue. Es lo que ocurre cuando la absoluta belleza está frente a tus narices. Es lo que me pasó a mí al verla.

Un millón de cosas se pueden decir de esta maravillosa ciudad que ha sido la cuna de cristianos y musulmanes. Por ejemplo, que tiene un estrecho, un cuerno y dos mares, y que aún después de cinco días recorriéndola, tengo que pensar muy y mucho cuál es cuál. También se puede hablar de su arquitectura, de sus espléndidas mezquitas; de Santa Sofía, que comenzó como iglesia cristiana en el siglo VI, y sigue tan majestuosa. Puedo hablar de su gastronomía, de que te pones las botas comiendo verdurita, pescado a la brasa y unos requetebuenos postres. Pero todo esto lo encuentras en Google a golpe de tecla, no tiene mérito. Alguien que ha estado allí debe ser capaz de contar algo más.

Por eso prefiero hablar de la belleza indescriptible de los mosaicos, de los azulejos de Iznik, del mármol. Estando allí, delante de ellos, me he dado cuenta de la auténtica maestría de los artistas musulmanes, para los que lo bello es armonía, y color. Prefiero contar el escalofrío de emoción que recorrió mi espalda cuando, en mitad de la calle, rodeada de mezquitas y de historia, sonó la llamada a la oración, tan alta y tan clara, con ese deje a flamenco, como decían mis amigas. Y yo esperaba ver a la gente detener sus pasos, arrodillarse y rezar, pero lo único que se había detenido era mi corazón. 

Quien haya estado allí debe hablar del Bósforo, del crucero que hace todo turista, dos horas disfrutando de paisajes de postal y el sol en la cara. En mi memoria quedarán las gaviotas sobrevolándonos, las medusas en el agua, el viento despeinándome, y sentirme libre tan lejos de casa. Es algo que el dinero no puede comprar.

Y cómo no hablar de la experiencia del hammam. El entrar a los orígenes de un spa, sin bañador, dejando que una desconocida te lave como si fueras un bebé, que frote y frote hasta dejarte la piel tersa y suave. Y el masaje con aceite... Sean cuales sean las creencias de quien entre en el hammam, la experiencia es religiosa, palabrita.

Me dejo para el final lo mejor, claro. La gente. Porque si no te mezclas con quienes viven allí, no llegas a vivir la ciudad, ni Estambul ni ninguna otra. Lo primero es un aviso: hay que ir mentalizado para practicar inglés. Ellos lo hablan. Español también, pero bastante menos. Son amables y muy zalameros, lo cual es normal (y necesario) siendo, como son, unos artistas del comercio. El Gran Bazar fue una de mis experiencias favoritas, nunca había visto tanta artesanía junta, tantas alfombras, bolsos, joyas, cerámica, lámparas, jabones, dulces, especias... Es la única ciudad de las que conozco donde podría haberme gastado todo el dinero en compras, menos mal que ya iba advertida de la tentación (gracias, Mónica) Te miman y te adulan, no sólo eres su cliente, eres su invitado. Pueden estar contigo media hora, preguntándote y contándote cosas, invitándote a un té (muy muy rico el de manzana, muchas gracias a aquel vendedor tan majo. Los pendientes me quedan guay ) Dicen que si eres su primer cliente del día, tu dinero les trae suerte. Por eso eres especial, y para ti los precios serán más baratos. No sé si será verdad, pero te hace sentir privilegiado.

Los turcos son gente de una gran hospitalidad. Yo lo viví de primera mano, y me siento muy afortunada. Nunca olvidaré a aquel guapo guía que me enseñó lo normal que es para ellos presentarte a sus padres, tan sólo unas horas después de haberte conocido, y en mitad de una calle llena de farolillos y música, invitarte a un café. Es nuestra cultura y nuestra hospitalidad, me dijo. Una taza de café juntos son cuarenta años de amistad. Y aquello me pareció tan bonito que me emocionó. Luego ese guía y yo tuvimos una charla sobre me gustas, te gusto, y no sé qué de matrimonio, o eso le entendí yo con mi más que olvidado inglés, y claro, desde la ignorancia de venir de otra cultura, me reí y me asusté. Y a él le ofendí, o eso creo. Después le pedí mis más sinceras disculpas, con el corazón en la mano, pero el daño ya estaba hecho. Creo que ha sido una de las situaciones más rocambolescas de toda mi vida, pero la considero mi particular (y nada carnal, he de decirlo) pasión turca. Mis amigas ya se veían de boda en Estambul, vaya cachondeíto que hubo. Lo siento, chicas, se fastidió el bodorrio.

Amores turcos aparte, lo que más me ha marcado de este viaje ha sido el aspecto religioso. Cosas como no ver a casi ninguna mujer por la calle, ni siquiera en la compra; barrios enteros de hombres. Mandarnos callar en el autobús, eso sí que me dio miedo. No por sentirme en peligro, sino por comprobar en persona lo que es estar en otra categoría por ser mujer. Me callé, vamos que si me callé, y noté miradas de desprecio que me llegaron al alma. Pero eso fue sólo un momento puntual, y en un barrio no muy recomendable debido a su extremismo religioso. Por otro lado, he descubierto que entrar en una mezquita tiene algo que te llega al alma. Que quitarse los zapatos y sentarse en las impresionantes alfombras es infinitamente más cómodo que los fríos bancos de las iglesias. Que los turistas podemos llegar a ser asquerosamente irrespetuosos con ese aspecto tan íntimo del ser humano que es rezar. Cosas como hablar en voz alta o reírse a carcajadas, hacerse fotos posando, o hacerles fotos a ellos rezando, tumbarse en la alfombra como si estuvieran en la playa... todo eso lo he visto y me ha dado mucho asco, sinceramente. El momento más emotivo lo viví cuando, mientras estábamos en una mezquita, llamaron a la oración y nos dejaron quedarnos a la ceremonia. Lo recordaré siempre como un privilegio y una de las cosas más bonitas que he vivido en mi vida. No entendía  ni una palabra, pero la paz que nos transmitieron no necesita idiomas. Eso fue lo que sentí.

Pocas cosas hay más liberadoras que coger una maleta y partir, es verdad. Y al mismo tiempo, pocas cosas son más enriquecedoras que coger una maleta y partir. Porque cuando viajas, te liberas de tus ataduras diarias, de tus preocupaciones y prejuicios, y te vuelves un poco más sabio. Y eso se lo debo a Estambul.

Gracias, chicas, por un viaje inolvidable.










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