Decir lo que sentimos, sentir lo que decimos, concordar las palabras con la mente. (Séneca)

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viernes, 4 de octubre de 2013

Extráñame un poquito...

Hay cosas que no se pueden decir en público. Cosas vergonzosas, como que en casa vas en porretas. O que sólo te duchas una vez a la semana, porque sí, eres de ésos que piensan que el agua encoge. Tampoco puedes hablar de temas políticamente incorrectos. Por ejemplo, ya se sabe que, en la mesa, nada de debates futbolísticos ni religiosos, que se puede liar la marimorena. En mi caso, no puedo ir por ahí diciendo lo cortos que se me han hecho mis dos meses de vacaciones, que me linchan. ¿En total durante todo el año?, me pueden preguntar, los muy ilusos. Ése es el momento en el que sieeeempre me hago la sorda...
Es una de las ventajas de ser profe, que julio y agosto son para el disfrute personal. Al principio se te hace raro tener tanto tiempo libre. Cuatro libros que me he leído este verano. Pero a lo bueno se acostumbra uno rápido, y al final te plantas en septiembre temiendo el sonido del despertador. Invento del demonio le va mejor. Y vuelta al cole, a los libros, los exámenes, las reuniones, los compañeros que siempre me dicen eso de uy, pues no estás muy morena... Qué bajón y qué ganas de hacerles un corte de mangas. Grrrrr... A mucha gente le entra la llamada depresión postvacacional, fruto del paso de un estado de alegría y cañas en la terracita, al atasco, o el metro, o el careto del jefe mirándote con "amor" (¿O es odio? No sé, no sé...) La rutina, que básicamente es un asco.

Ahí es donde entra en juego otra ventaja de mi profesión. Todos los años hay algo nuevo: alumnos nuevos, compis nuevos que van y vienen, o incluso yo, que voy y vengo también. Porque pertenezco a ese grupo de profes sin centro definitivo (aún); en expectativa, nos llaman, a la espera de plantar el culo en un instituto por siempre jamás (o, al menos, dos años seguidos), y no ser el nuevo una y otra vez, que al principio mola, pero luego te acaba cansando. Nos dicen que estamos sin destino, qué profundo suena, como si nuestro futuro estuviera en stand by. Y no es que seamos unos filósofos o unos místicos, y creamos en la Divina Providencia ni algo por el estilo, es mucho más gracioso que eso. Es que nuestra querida Administración, así, con mayúsculas, que suena guay, va tejiendo los hilos de nuestra vida profesional (y en cierto modo personal) y nos manda de acá para allá, a veces con tan mala fortuna que bien pareciera mala hostia...ejem.

Así, mientras los que mandan nos marean de un lado para otro y deciden cuándo dejarnos quietos en algo que podamos llamar nuestro centro, nosotros peregrinamos de localidad en localidad, a veces a tomar por saco, y cada septiembre hacemos amiguitos nuevos, que siempre está bien.

Todo esto venía por lo de la rutina, que con tanto cambio, pues no se nota, claro. Y sus cosas buenas tiene, por qué no decirlo. Si no te cae bien alguien, sabes que el curso siguiente probablemente no tendrás que aguantarlo. Ni él a ti. A no ser que el dedo todopoderoso de la Administración cruce de nuevo vuestros caminos. Si algo he aprendido estos años, es que Madrid es realmente pequeña...

Lo que me duele de esta vida nómada es despedirme de mis alumnos. Mis niños, les digo yo, aunque alguno me saque una cabeza. Porque se les coge cariño. Imposible no cogérselo a alguien que aprende y se equivoca de tu mano, que te pregunta cuándo es tu cumple y ese día te trae una muñeca hecha con toda la ilusión, o unas velas compradas con mamá para la profe, porque quién mejor que ella sabrá qué regalarle a una chica.Imposible no cogerle cariño a aquéllos con quienes te has enfadado mil veces, con quienes te has reído o quienes te han hecho llorar, porque hay ocasiones en las que el mundo es una mierda con los jóvenes, incluso con los niños. Los regalos los tengo guardados a buen recaudo, como esa bandera firmada por los alumnos de un grupo que recuerdo especialmente, aquéllos que me cantaron que no me fuera, allí, en mitad del hall del instituto. ¿Y qué se hace en una situación así? Pues tragarse las lágrimas y sonreír, que soy muy llorona y tengo que controlarme.

Este año, antes de abandonar mi centro del curso pasado, algunas de mis alumnas peques corrieron a abrazarme. Los pequeñitos son así, les sale el amor sin tapujos. Bueno, el amor, el enfado, la alegría...El caso es que me despedí de ellas con el típico discurso de profe: que si portaos muy bien, que si estudiad mucho, que no me entere yo de que vagueáis...Y una de ellas me respondió que sí, que claro, pero profe, te echo de menos. Y cuando alguien te dice estas palabras desde lo más profundo, entonces sabes que eres un privilegiado. Porque echar de menos es querer, al fin y al cabo, aunque sólo sea un poquito. Ésa es la joya de mi profesión: dar una pizca de ti a todo aquél con quien cruzas tu camino, y que esa pizca permanezca en su recuerdo.

Yo también los echo de menos, y de cada uno de ellos me llevo una sonrisa, o un chiste, o esa cara de felicidad cuando se les enciende la bombilla al entender algo de lo que les explico. Y lo guardo todo a buen recaudo, es verdad, ahí en medio de la tricúspide y no sé qué otra válvula, en lo más profundo del corazoncito. Qué bien sienta que a una la echen de menos...











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