Decir lo que sentimos, sentir lo que decimos, concordar las palabras con la mente. (Séneca)

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lunes, 14 de julio de 2014

Y todo a media luz

¿Alguna vez he dicho que me gusta bailar? Seguro que lo he dicho, pero es que me encanta bailar, desde siempre, aún cuando era peque y me moría de la vergüenza cuando había que bailar en público, como en las fiestas del pueblo. Es que antes era una bailona de puertas para adentro, y ahora salgo a la pista a darlo todo. Bueno, a la pista o a la plaza, porque el otro día me estrené en plena calle, como Dios manda...  
Lo primero es decir que descubrí una plaza la mar de chula en pleno centro de Madrid. Resulta que es más típica que el bocata de calamares, pero yo soy así, un desastre para orientarme y como guía turística; como decían de un amigo de Indiana Jones, se perdió en su propio museo. Pues la descubrí como quien encuentra un vergel en pleno desierto. Había quedado allí con unos amigos bailones que tengo, para dar una clasecita, y al doblar la esquina, me encontré con lo más parecido al patio de cole ideal: niños y más niños, en manadas (¿manadas? Sí, que ya sabéis cómo son de brutos), jugando a la pelota, con un adulto sufridor que en realidad no sufría, se reía; niños subidos en columpios, brincando de uno a otro, como Tarzán. Y padres, claro (digo padres refiriéndome a padres y madres, que a mí lo de especificar los géneros me hierve la sangre, que me perdonen los enemigos del neutro masculino). Charlaban y comían pipas, o se sentaban en terracitas a tomarse algo, mientras grupos de chavales pasaban el rato con la bici, o tocando la guitarra. Un poco perroflauta, sí, pero de buen rollo. Parecía un anuncio de San Miguel, de esos que echan en verano, con gente más feliz que un regaliz porque están de vacaciones y no hay atascos.

Tan guay me pareció aquello que pensé en hijos, y un marido jugando con ellos allí mismo, mientras los hijos de los vecinos también se le subían encima, por ser un señor tan chachi y molar tanto. Y yo lanzándole besos desde la distancia, y enseñándole mi pedrusco de 10 quilates a la vecina. ¿He dicho ya que sueño despierta? Pues eso.

A lo que iba: la clase. Pues resulta que nos acercamos a dar una clase de tango. Mis amigos y yo somos salseros, eso sí que lo he dicho alguna vez. Nos conocimos en un foro de salsa, algo así como un grupo de forofos del baile que organizan quedadas para quemar la pista y conocer gente, el orden da un poco igual. El baile une mucho, y durante una etapa bastante larga, todos los fines de semana los dediqué a la salsa. Cuando empiezas a bailar, aquello es como una droga, de repente te encuentras bailando en cualquier sitio, soñando con nuevos pasos, descargándote música a tutiplén. Te apuntas a todas las clases que puedes, vas a talleres, a congresos (sí, hay congresos de salsa ¡!), descubres que hay gente que sale a bailar cinco días a la semana, a tope. Y claro, después de tanto ritmo, te saturas, ocurre mucho. Así que nos ha dado ahora por los bailes de salón, que suena más tranquilo, y por qué no decirlo, es más de viejo, la verdad.

Total, que nos metimos en la clase de tango, allí en mitad de la plaza. Cuatro pasos mal dados, los de las bicis mirándonos con curiosidad, y la certeza de que el tango es muuuuuuuy difícil. Algo intuía ya cuando veía vídeos en Youtube, pero sólo cuando te dicen que lo primero es la postura, conectar con la pareja, y ves que no te sale, te das cuenta de que eres un boludo inútil. Estuvimos practicando la caminada, que básicamente es aprender a dejarte llevar con estilo. Muy bonito desde fuera, y como un pato mareao desde dentro. Creo que aún no he cambiado el chip salsero, porque se me iban las caderas al 1,2,3,5,6,7 (sí, ¡falta el 4!), y para bailar salón hay que disciplinar más el culete (que, dicho así, suena raro) Lleva tiempo aprender a bailar tango, dicen los expertos, y me lo creo. Pero no hay que dejarse desanimar, porque la elegancia y la pasión que inspira lo merece.

Por cierto, podría parecer que el argentino que puse en mi vida me llevó a la clase. Nada más lejos de la realidad. Primero, porque de bailón no tiene nada, pánico le da apartarse de la barra del bar y dar dos pasos fuera de su metro cuadrado de seguridad; y segundo, porque al final fue más fuerte el feeling que no teníamos que la atracción que sí había. Así soy yo, dejando pasar hombres guapos, inteligentes y sexies como si me sobraran, buscando aquella conexión que sí tuve y que no he vuelto a encontrar. Muy fiel a mí misma, sí señor, pero gilipollas. Menos mal que siempre me quedará el baile.





    

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